sábado, octubre 16, 2010

Hacedora de Alebrijes

Atendiendo al comentario de nuestro querido amigo Fernando, coloco aquí los textos de este nuevo libro, además de mi voz en el nuevo blog www.letyricardez.blogspot.com
para que puedan consultarlos y les dejo mi abrazo
    Hacedora de Alebrijes
   Capítulo Primero
        Los abuelos
1
A mí se me da pintar. Tal vez por eso rumio los sucesos, así como multiplico pinceladas al esbozar un cuadro. 
De ahí me nace la convicción de que a Consuelo debieron ocultarle que su abuela, el mismo día que nació, le extrajo de los pechos la leche de brujas que traía consigo. 
Por saberlo, durante mucho tiempo la perturbaron las visiones imaginadas de aquélla mujer, que al quedar a solas con la niña, se inclina sobre el moisés y la saca sigilosa para depositarla sobre la cama. 
Consuelo miró sin verlas, sus manos que abren con rapidez, la delicada camisa de algodón para descubrirle el pecho y apretar sin piedad los rosados pezones, que así dejaron escapar, cada uno, aquella gota de miel que la abuela exigía. 
¿Eso fue todo? O acaso mancilló la virginidad de la niña como parte de aquel rito ancestral no perdido. 
Esto lo digo, porque hasta mí llegó la frase que le dejaron ir a Consuelo cuando se lo contaron. 
La frase fue aquella de: —Eso fue lo que vi… Pero sabrá Dios, qué otra cosa te hizo. 
Esas palabras persiguieron a Consuelo y creo que hasta a mí, a veces me persiguen.
Y si llegué a nombrarla leche de bruja es porque he sabido que esa gota de leche atrapada en los tiernos pezones y la exigencia de extraerla existen. 
De ahí que me pregunte por qué, quien presenció lo ocurrido, no se opuso a que le impusieran a la niña el nombre de la abuela.
Afortunadamente no recibió solo uno. Su otro nombre le permitió escapar de un sino marcado y de ello me congratulo. 
2
Pero a lo nuestro. 
Se llamó Consuelo —Consoladora— pero también Luz igual que esa mujer de la que recibió en herencia gran parte de sus genes, esa a la que temió por mucho tiempo, en otros la hizo sentir avergonzada y de la que al fin pudo enorgullecerse. 
Lo digo yo que puedo mirar hacia atrás por encima del hombro y hacer el recuento de los pasos abandonados.
Y no está mal que te cuente primero algo de la raíz, para dejar después crecer la rama.
Era Luz la abuela de Consuelo, una mujer enorme, aunque de mediana estatura. 
Altiva sin pretenderlo. 
También oscura. 
Con una oscuridad que no nacía de la piel. Emergía más bien de la negrura de aquéllas sus ojeras, que tan profundas eran, que lograban hundir la luz que de sus ojos salía.
 Ya de mediana edad, cuando Consuelo la recuerda, su abuela Luz era mocha
Colgaba a diario el rosario del pecho, sin que esto disimulara el cimbrar de sus caderas, cuando con paso firme cruzaba el pasillo de la Iglesia. 
Era indígena, más sus trenzas arrolladas en lo alto de la cabeza la coronaban reina. 
Era mujer. Digno ejemplar, para el que fue su marido.
3
Era Don Abdón García, el abuelo, un tipo formidable. De cejas gruesas, mirada de gavilán, y la barba partida. 
Era tirano y terrateniente.
Cuando la abuela Luz conoció a Don Abdón, su prestancia debe haberle llegado a lo profundo, porque mirarlo y caer rendida a sus pies fue uno. 
Y cómo no, si lo vio desde sus escasos catorce años y él debe haber tenido al menos veintitantos.
 El caso es que sólo ella supo el por qué. Lo que es cierto. Sucumbió. Y así lo acompañó el resto de los días que acumuló a su lado.
 Ella, la recia, la que montaba una mula que llevaba por buen nombre Voltereta, no pretendió jamás rezongar ante su amo. 
De ese vasallaje te doy por muestra este botón: A la abuela Luz se le olvidó una vez ponerle sal al plato fuerte de un día. Así que Don Abdón, le pidió con voz engañosamente suave que le pasara el salero.
Parsimonioso, quitó la tapa y vació el salero completo, sacudiéndolo,  sobre su propio plato. Luego lo revolvió lentamente y mirándola fijo, por primera vez desde que inició el ritual, pasó plato y cuchara a Doña Luz diciendo: 
Toma, cómelo. Para que no se te vuelva a olvidar ponerle sal a la comida.
A ella el plato se le volvió inacabable, porque regó con lágrimas cada sorbo, y aún así lo comió, completo y sin protesta.
Aunque si bien lo pienso, me corrijo y te digo, que no la castigó él. 
No era mujer de permitirse errores. 
Se castigó ella para no olvidarlo.